viernes, agosto 25, 2006

1938

En 1938, un hombre se despertó al sonar su despertador a cuerda de color verde mate con dos campanas. Eran las 5.35 de la madrugada. Hacía frío, pues no había dinero para mantener la calefacción toda la noche. Salió de su cama, fue al baño, encendió la luz, y se lavó la cara y el cuerpo con agua helada. Se afeitó usando hisopo y navaja de marfilina. Luego se vistió. Tomó algo de la cocina, y salió a eso de las 6 y cuarto, según señalaba el toque de las campanas del reloj de pared que colgaba en el pasillo. Eso es lo que recuerda. Cerró la puerta, y se perdió en la penumbra que en esa época del año, ya comienza a aclarar. Había hielo entre las malezas. Caminó un par de cuadras hasta salir a la carretera, en donde puntualmente lo recogió, un par de minutos después, la góndola. La conducía el chófer de siempre, un corto saludo aquí y allá, pues a esa hora y en ese lugar los pasajeros eran desde hace varios años los mismos. A veces se integraba el hijo de éste o de éste otro. Una hora después y 2 pasajeros más, le tocó su turno de bajar. Desde ahí, debía caminar tres kilómetros y doscientos metros, o lo que es lo mismo, atravezar la arboleda, tomar la bifurcación a la derecha y luego a la izquierda y luego de frente, en un camino de carretas y animales, cuyas pozas heladas ya comenzaban a dar forma al barrial que cada tarde debía despedirlo. Tras mucho caminar, llegó a la casa en donde ejercía de jardinero. Saludó a los perros de la casa, dio una vuelta, y entró sin gran ceremonial por la puerta de la cocina. Sobre la mesa lo esperaban dos tazas humeantes, dos platos, mermelada de peras, un par de rebanadas de queso amarillo de grueza corteza, y mantequilla. Con un saludo, la señora Matilda, cocinera desde siempre, puso en su plato unas tostadas, y se sentó para beber ella de la otra taza. Tras un intercambio de palabras habituales, y habiendo acabado su taza, tomó un papel doblado por la mitad, en el cual leyó, como siempre, las instrucciones del día. Era lo habitual, excepto por una cosa: el dueño se había decidido por fin a desarmar el viejo cobertizo. Más de veinte años llevaba él insinuando la idea. Le hizo un comentario al respecto a la vieja con la cual tomaba su taza de té, pero nada salió en limpio y lo dejaron pasar, asumiendo que o era un capricho, o finalmente el patrón había entendido que esa ruina no daba para más, afeando y restando valor a la propiedad. Luego de esta variación en la conversacion habitual, dió las gracias, se levantó, y salió.
Se dirigió al cuartito donde se cambiaba de ropa, y a continuación tomó las herramientas necesarias, las que colocó sobre una carretilla, con lo cual tomó por el camino principal entre los rosales.
El jardín estaba como siempre, todavía en letargo, pero ya algunos brotes se dejaban ver. La poda ya estaba lista hacía una semana. Se internó en el bosquecillo de guindos, confirmó que la pileta del claro funcionaba correctamente, y en el extraño silencio de ese jardín, unos minutos más tarde, se presentó ante él la lobreguez de una construcción sin tiempo, totalmente arruinada, carente de adornos y de utilidad ya desconocida.



¿y qué pasó? ya verán, pronto, lo que ese hombre me contó.

2 Comments:

At 8:21 p. m., Anonymous Anónimo said...

TE requete odio!! No puedes dejar el cuento inconcluso y después salir con la letra de Ay, Fernanda!!
Grrrrrrrrrrrrrrrrrrrr!!

 
At 9:23 a. m., Blogger JGuarello said...

Ajá.
Estoy de acuerdo, pero se debe a un error involuntario: no le cambié la fecha al borrador de 1938. Incluso a mi me costó encontrarlo una vez publicado, pues no aparecía donde se suponía, y por ello no lo veía.
Y el cuento no termina ni en uno ni en dos post más. Hoy viene la segunda parte, a la tarde, eso sí.

 

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